jueves, 29 de diciembre de 2011

UNA LEY DE TERROR


Hace cuatro años fui el único senador en votar en contra de la llamada “ley antiterrorista” que, con la sanción de una norma complementaria días pasados, profundizó su inconstitucionalidad, abriendo la puerta a la criminalización de la protesta social. Es positivo que hoy, muchos reparen acerca del retroceso en materia de derechos humanos que significa esta norma enviada al Parlamento por un gobierno que reivindica avances importantes en ese campo.

En primer lugar, se cede soberanía ante las “presiones” de un organismo internacional como el GAFI (Grupo de Acción Financiero Internacional), del cual Argentina forma parte junto a otros países y al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial. A partir del 2001 con el atentado a las torres gemelas, el GAFI elaboró una serie de “recomendaciones” para el combate de los delitos terroristas que se encuentra impregnada de la matriz ideológica de la llamada “Acta Patriótica” de George W. Bush.

En segundo lugar, la ley antiterrorista sancionada establece figuras penales tan amplias, con una referencia tan difusa y ambigua al terrorismo, que termina apelando a una figura de “peligro abstracto”, es decir, a una técnica de tipificación que constituye, por excelencia, el modo de criminalizar comportamientos lejanos a la afectación concreta de un bien jurídico Un tipo penal tan abierto que deja la posibilidad de que dirigentes sociales, políticos, o periodistas puedan ser acusados de “aterrorizar a la población”.

Bajo la premisa de ganar eficacia en la lucha contra la delincuencia, se sacrifican entonces  principios y disposiciones de orden constitucional. La ley plantea una situación paradójica, se pretende esgrimir que al estado de derecho se lo defiende mediante su negación en ciertos supuestos. El resultado es ampliamente conocido, y respaldado empíricamente: ni respeto a los principios, ni eficacia en la reducción o control del delito.

Esta ley resulta por ello innecesaria e inconveniente. Innecesaria porque entendemos que no hay vacío normativo en la materia, ya que nuestro código penal tipifica de forma detallada y con penas elevadas delitos contra el orden público y la seguridad pública. Inconveniente porque debilita garantías constitucionales, convirtiéndose en posible instrumento de persecución de conductas que no tienen relación con el objeto invocado para la regulación.

En definitiva, el riesgo latente es la criminalización de la protesta social, como pasó en Chile con la comunidad mapuche, que desató una grave crisis política, y que a raíz del hecho dicho país enfrenta una posible condena ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Toda política criminal democrática supone el principio de prudencia y responsabilidad; sin embargo, la ambigüedad de la normativa nos introduce inevitablemente en el campo de la arbitrariedad de la autoridad judicial.

Los defensores de la norma incurren por ello en un grave error. No será el gobierno nacional el encargado de aplicar la ley, sino los jueces. Sostener entonces que este gobierno no va a criminalizar la protesta social es un argumento insustancial.